Los titulares de los periódicos reportan con insistencia asesinatos de líderes sociales, medioambientales y de derechos humanos en Colombia, pero ¿cómo entender los nudos que entrampan el proceso de paz y la dramática espiral de violencia que ciega sus vidas? 

El Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz) de Colombia reportó que durante los primeros 10 días del año 2020 se asesinó a 13 líderes sociales y defensores de los derechos humanos y un excombatiente de las FARC. La Asociación Indígena de Cabildos Nasa Çxhãçxha, organización que promueve y fomenta el proceso de defensa del territorio en Tierradentro, Cauca, denunció el asesinato de Virginia Silva, de 71 años, el pasado 7 de enero. “Virginia fue asesinada en presencia de su esposo Jesús Vargas, por hombres armados que ingresaron a su finca y le dispararon”, señaló una testigo.

La Comisión Colombiana de Juristas (CCJ) estima que entre el 24 de noviembre de 2016 al 31 de julio de 2018 han sido asesinados 257 líderes sociales. Indepaz, la Marcha Patriótica, la Cumbre Agraria Étnica y Popular y la Fundación Henrich Boll Stiftung tienen una cifra superior para un horizonte temporal algo más breve, del 24 de noviembre de 2016 al 20 de mayo de 2018: se trataría de 385 líderes sociales y defensores de los derechos humanos que, a diferencia del recuento anterior, incluye a 63 excombatientes de las FARC.

De cualquier forma, el informe “¿Cuáles son los patrones? Asesinatos de los líderes sociales en el post acuerdo” (2018), emitido por la CCJ, intenta identificar algunas constantes detrás de los crímenes, pues no se trata de hechos “eventuales”. Por el contrario, estamos ante una violencia “repetida, invariable y continua” (p. 209).

Constata, en primer lugar, que el desarme y la retirada (parcial) de los excombatientes de las FARC a las zonas de desarme dejó en muchas localidades un vacío de poder y/o la reconfiguración de poderes que de facto ocupan y usufructúan el territorio: “es cada vez más recurrente el fenómeno de la aparición de grupos armados sin identificación clara en los territorios abandonados por el otrora grupo guerrillero” (p. 55).

De hecho, la mayor oposición al Acuerdo de Paz procede de estos poderes fácticos: “sectores de la sociedad que han lucrado de la guerra, especialmente en aquellos territorios que han sido afectados por el clientelismo, la corrupción, la ilegalidad y el narcotráfico” (p. 67).

¿Cuáles serían los principales móviles detrás de los líderes sociales?

La CCJ sostiene que “se evidencia una coincidencia espacial entre las regiones del país con mayor presencia de cultivos de coca y las regiones en las que han ocurrido más asesinatos de líderes sociales desde la firma del Acuerdo de Paz” (p. 62), vale decir el Cauca, Antioquía y Nariño (ver mapa). Como correlato, el incremento en el número de hectáreas de cultivos ilegales es notable: según el Observatorio de Drogas de Colombia si en 2013 existían 48,000 hectáreas, en 2017 ya eran 146,000. Cifras de otras fuentes consideran que la extensión de los cultivos ya rebasó las 200,000 hectáreas.

La CCL también identifica otras correlaciones estadísticas de interés, entre el lugar del asesinato de líderes sociales y la presencia de programas de desarrollo con enfoque territorial (sustitución de cultivos ilegales), así como actividades extractivas mineras (legales e ilegales) y energéticas (hidroeléctricas), entre otros.

En buena cuenta, en esos territorios, los líderes sociales, activistas, guardias indígenas y comunidades se erigen en muros de contención social ante la presión que ejercen las bandas criminales o grupos armados que favorecen al avance de cultivos ilícitos, actividades extractivas contaminantes y la depredación de los bosques. Esos líderes que defienden los cultivos sostenibles y lícitos pero también que cohesionan a la sociedad con formas de convivencia saludables o que rechazan la “locomotora minero-energética” convertida en “prioridad” del Estado son, coincidentemente, blanco de esas bandas criminales.

¿Quiénes matan?

El informe de la CCJ analiza los patrones de los asesinatos de líderes sociales por presunta autoría. Llama la atención que en el 46% de los casos se desconozca la identidad de los perpetradores (se trataría de crímenes encubiertos); en el 13% se presume que los autores pertenecen a una banda criminal aunque no se identifica a una en particular; 17%, paramilitares; 7%, disidentes o desertores de las FARC-EP; 5%, ejército y policía de Colombia.

¿Quiénes integrarían esos grupos/sicarios NN que asesinaron al 59% de las víctimas?

El escenario es complejo. Los sospechosos primarios son las bandas criminales y grupos paramilitares vinculados a cárteles mexicanos de la droga. Así, el poderoso grupo paramilitar Clan del Golfo sería el socio colombiano del cártel de Sinaloa. Como tendencia general, entre los paramilitares existe “un debilitamiento de las expresiones políticas y de carácter contrainsurgente” (p. 35) que tenían en el pasado, y un interés mayor en actividades de control de la población, coerción y captación de “impuestos”. En zonas del país se forman grupos “narco-paramilitares”.

En cuanto a los disidentes de las FARC, un número indeterminado también se dedica a la coerción y cobro de “vacunas” (cupos). La Defensoría del Pueblo de Colombia advierte para el caso de localidades del departamento de Nariño que “algunos integrantes de la organización (presuntamente milicianos y algunos combatientes) que no quieren acogerse al proceso de paz, pretenden conformar nuevas estructuras que mantengan las rentas de economías ilegales y el control de territorios y poblaciones estratégicos para ese fin” (p. 41).

Esos paramilitares, estos grupos disidentes de las FARC y las bandas criminales pueden apoyarse en la corrupción y complicidad estatal. Establecen alianzas y asientan lealtades en las zonas en conflicto, en unos casos con los antiguos patrones (otros “paras”), con poderes fácticos (empresarios ganaderos) y agentes del Estado (policía, autoridades, etc.) que les ofrecen protección e impunidad.

Hay que anotar, sin embargo, que la relación de la fuerza pública y de las autoridades con los paramilitares no es la misma de hace 10 años. “Aunque no parece que existan planes oficiales del alto mando de la fuerza pública para la eliminación de la oposición política, ni se registran (como en décadas anteriores) operaciones conjuntas entre esta y los grupos paramilitares, la relación con las autoridades debe analizarse regionalmente, sin perder perspectiva nacional” (p. 37).

Así, el informe de la CCL destaca, a modo de ejemplo, que en una localidad de la región Urabá (Chocó) se mantienen las alianzas entre sectores estatales, élites regionales y los “paras” del Clan del Golfo (también llamadas Autodefensas Gaitanistas de Colombia). Las comunidades denuncian que el Ejército retira los retenes cuando pasan los del Clan. Mientras en otra localidad de la misma región la Policía Nacional lleva a cabo operaciones sostenidas desde 2015 para desmantelar a los “paras” del Clan. Para el Procurador General de la Nación, lo que existe entonces es una cooptación de agentes del Estado por parte de organizaciones criminales.

Finalmente, la CCJ reporta que en los casos en los que la autoría directa se atribuye a la fuerza pública, la mayoría corresponde al Ejército. Aquí, las víctimas pueden presentarse ante la opinión pública como sujetos armados, muertos en “enfrentamientos” con el ejército. En cinco casos específicos, la CCJ señala que el Ejército informó que las víctimas eran “disidentes de las FARC-EP”, “miembros del ELN”, y un “ladrón”. Las organizaciones sociales de las regiones donde se produjeron los sangrientos hechos rechazaron esta versión, considerándola “difamatoria y estigmatizante” (p. 48).

En definitiva, la estela de sangre y dolor que dejan los asesinatos de líderes sociales e indígenas a manos de grupos armados y la fuerza pública han colocado al proceso de paz en su hora más crítica.

El Acuerdo de Paz y el reclamo de justicia

La implementación del Acuerdo de Paz ha expuesto las discrepancias al interior del aparato estatal. El presidente Iván Duque, quien se opuso a la ley estatutaria de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), tuvo que firmarla, a regañadientes, a instancias del Congreso. A Duque se le hace responsable del estancamiento de reformas pactadas en el Acuerdo, por insuficiencia de fondos públicos. Asimismo, se le exige enfrentar la ola de inseguridad ciudadana y de asesinatos de líderes sociales, indígenas y excombatientes de las FARC.

El 12 de febrero, la JEP recibirá al general (r) Mario Montoya, excomandante del Ejército de Colombia. Dará su versión sobre el caso 03, “falsos positivos” (ejecuciones extrajudiciales). Por otro lado, el fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos de la OEA que en diciembre de 2018 condenó al Estado de Colombia por la ejecución extrajudicial de seis jóvenes “falsos positivos”, constituye un hito histórico y crea un precedente jurídico para la JEP y la Corte Penal Internacional. Perspectiva que preocupa hondamente a mandos duros del ejército y del gobierno. Y suscita no pocas resistencias.

En resumidas cuentas, el análisis del conflicto armado en Colombia dibuja una realidad de muchas aristas que no cabe en los titulares de los diarios. Lo que sí cabe en pocas palabras es el clamor de los ciudadanos colombianos por vivir pacíficamente. Los manifestantes que salieron a las calles en noviembre pasado exigieron, entre otros puntos, garantías del Estado colombiano para los líderes sociales y defensores de derechos humanos.

Post scriptum. También están los guerrilleros disidentes de las FARC. Unos expresan una oposición política al Acuerdo, otros denuncian el incumplimiento de los términos del mismo y la falta de seguridad que se traduce en el asesinato de excombatientes. En cualquiera de los casos, se niegan a entregar las armas.


* En octubre de 2016, Irma del Aguila fue veedora del Plebiscito por la Paz en Colombia. 


(Foto: https://www.contagioradio.com/)