En estos días de Semana Santa, el suicidio del expresidente Alan García es motivo de duelo, sin duda. Más allá del duelo de sus familiares, que es privado, está el duelo social por un país que no pudo ser y por nuestros propios fracasos. Es un pesar distinto del pesar que deja en nosotros la partida de un familiar, pero no deja de ser un sentimiento bien hondo y persistente entre los peruanos. Aunque cierta prensa se empeñe en construir un relato cívico del exmandatario, los siguientes días o semanas se encargarán de desbaratar el montaje mediático. Ese relato oficial contrasta escandalosamente con el humor de la gente que vivió en los años ochenta. Cierta prensa habla desde la subjetividad de los deudos pero, sin el dolor de quien ha perdido a alguien próximo, ese relato se muestra como lo que es: un guion de la producción y un aparato de propaganda. Porque una cosa es enterrar a los muertos, que es el deber de cualquier familiar, y otra muy distinta es la amnesia histórica por los delitos del primer gobierno de García. Peor aún, cierta prensa hace de las imágenes dramáticas (el suicidio de una persona) una emoción (la bronca de los deudos) que se convierte en argumento “objetivo” e incluso político. Así, pretende endilgar a los fiscales y, de paso, a la lucha contra la corrupción, la responsabilidad por el suicidio del expresidente. Lo que equivale a intentar socavar la idea de justicia, que es pilar en una sociedad democrática, y rebajarla al nivel de la vendetta política o el “odio” entre peruanos (palabras del cardenal Cipriani).
El Jueves Santo, mediodía, en una cafetería y tienda de comida orgánica en Miraflores, la gente almuerza el menú del día, todos callados en sus mesas hasta que una señora, con una niña en brazos rompe el silencio, “Murió Alan García”. Los comensales levantamos la vista, ella entonces cuenta lo que recuerda del primer gobierno de García, la hiperinflación galopante, el terrorismo, dice. Su compañero algo mayor que ella le habla, nos habla de las colas para conseguir dos sobrecitos de leche ENCI y le indica con el índice la ubicación del “mercado del pueblo” en el distrito y el paisaje social, largas colas de mujeres y niños. A mí me asaltaron unas imágenes de la televisión de entonces: un enfermo de tuberculosis en un hospital público de Lima, el joven de rostro enjuto exhala palabras ante la cámara, no hay nada, decía, solo la cama pelada, que incluso el agua y las medicinas había que comprarlas en la calle. Que de comida le servían una sopa aguachenta y un pan, y nada más. Tenía hambre. A veces, cuando vuelvo a esta escena me pregunto si ese muchacho endeble sobrevivió mucho tiempo más. Cuántos se morirían en esos hospitales que ni ambulancia tenían (una foto de la época muestra una ambulancia en el patio de un hospital, una carcasa a la que le falta una llanta, en su lugar se colocan dos o tres ladrillos, de apoyo). Eso vivimos los que estábamos en las mesas recordando el primer mandato del expresidente, en esos tristes recuerdos nos reconocimos como peruanos de los ochenta. En esa precaria cotidianidad, del sálvese quien pueda.
Recordamos el paquetazo de setiembre de 1988, con una traumática inflación mensual de 114%, sin que esto consiguiera terminar de una vez por todas con el desabastecimiento. Y el miedo consiguiente y la bronca porque el rumor corría que los vivos “negociaban” con el dólar MUC (según el empresario Zanatti, la coima llegaba al propio presidente García). Y por la impunidad y la brutal represión difícil de creer para quien no las haya vivido. Hoy en día, la masacre de los penales de 1986 sigue sin juzgarse. En otras masacres de aquellos años en el contexto de la lucha antisubversiva se expuso el desprecio obstinado del Estado por las comunidades de la sierra, literalmente pasadas por las armas.
Como en un velorio privado, el velorio televisado del expresidente nos deja el sentimiento de que algo se nos ha perdido. Ese algo es el país. Y también duelo por el propio partido aprista. Quién sabe si la violencia de la militancia en la Casa del Pueblo es también la reacción catárquica de los militantes de un partido en agonía. Cuando en unos días, el humo se lleve los panegíricos de esa prensa nos confrontaremos con las declaraciones de Barata y posiblemente las del clan Nava y cuando alguno de ellos se acoja a la colaboración eficaz será mucho más difícil seguir tocando Pompa y Circunstancia ante una realidad vulgar, el escándalo de millones de dólares rifados y la consiguiente indignación por nuestra clase política o nuestro desencanto habitual por el cúmulo de promesas incumplidas en estos años de democracia, de 1980 a 1992 y del 2000 a la actualidad. ¿Qué nos queda de esas promesas republicanas? Poco, un descrédito mayúsculo: con todos los presidentes peruanos condenados y purgando pena (Fujimori), con prisión preventiva (PPK), con orden de impedimento de salida del país (Humala), con orden de captura (Toledo) o suicidados (García). En un recuento de presidentes desde 1985, solo se salva Valentín Paniagua, el presidente transitorio.
Entonces, ¿no nos queda nada? El duelo cívico de estos días tiene que ver con nuestros propios fracasos, que son endémicos. Uno de los primeros en nuestra historia, el fracaso en el intento por construir un país donde la convivencia sea algo más humana y democrática. En el afán por construir eso que algunos llaman el “sueño republicano” y otros “construcción de ciudadanía”, y en fin, imaginarios de convivencia distintos a los actuales. Benedict Anderson habla de “comunidades imaginadas” para referirse a ese sentimiento de pertenencia a un colectivo entre miembros que comparten un pasado (que se enuncia como “históricamente” legendario) y, ciertamente, un destino o promesa común. Si las naciones para ser tales se saturan de “imaginerías fantasmales”, en nuestro país, nuestros fantasmas convocantes son pocos, pero los hay. Uno de ellos sigue siendo Miguel Grau, sin duda. Esas figuras del Panteón son tótems nacionales custodiados celosamente por la familia. Así, la viuda de Grau que heredaba ese tótem fue quien encabezó la manifestación multitudinaria de 1920, en rechazo al Laudo de los Estados Unidos que falló la realización del plebiscito para decidir la suerte de Tacna y Arica. “Presidió el desfile un personaje venerado unánimemente: Dolores Cabero de Grau. Protegida por un parasol, la viuda del héroe de Angamos recibe aclamaciones en el asiento posterior de un Chrysler descapotable y constata el fervor de la muchedumbre arrodillada cantando el himno nacional bajo el bronce de Bolognesi, repleto de flores” (El Comercio).
Se puede objetar, con razón, que la república de 1920 era una de dominio oligárquico y, aun así, el sentimiento de nación en el Perú de entonces trasciende largamente a los sujetos oligárquicos, de la misma manera que la aspiración al goce de la ciudadanía trasciende los linderos de los sujetos electorales (con derecho al voto). La historiadora Carmen McEvoy da cuenta de las multitudinarias fiestas “de la Patria” en el siglo XIX y ahí están las acuarelas de Pancho Fierro que ilustran las “procesiones cívicas de los negros” en las celebraciones de 28 de julio. Sujetos subordinados del orden criollo, sin duda y, aun así, mucho más que solo sujetos subordinados. También gente con aspiraciones civiles y políticas crecientes, que exigen una “presencia” política en el territorio común. Años después, en la Campaña de la Breña de 1881-1883, se produce una recia resistencia en la sierra central y norte. Algunos historiadores vieron una reedición de la “guerra de castas” entre “blancos” e “indígenas”.
El historiador Nelson Manrique, huancaíno y académico bilingüe (español, quechua), echó luz sobre los sujetos indígenas del valle del Mantaro, comuneros que en los difíciles años de resistencia contra el ejército chileno tomaron las armas en la defensa de sus tierras y de esa comunidad abstracta, llamada Perú. Manrique no desconoce los conflictos étnicos ni las profundas contradicciones de clase que enfrentaban a comuneros y hacendados, lo que hace, sin embargo, es afirmar a un sujeto indígena que, en el valle del Mantaro, también se afirma en un escenario nacional. En 1882, los comuneros de Sincos y Acobamba (Junín) emiten comunicados en los que denuncian a los hacendados que entran en tratos con el invasor chileno. Esos hacendados acusan a los montoneros indígenas de “bárbaros”. Los comuneros, en documentos que se mantienen en el Archivo de la Nación rechazan los cargos de barbarie y, por el contrario, afirman su vocación de país, “cualquier hacendado –declaran en actas– debe tolerarnos como soldados patriotas”.
El término “patriota” se repite en las proclamas de los montoneros como reclamo político, como una exigencia de abrir un plano de igualdad formal (imaginaria) con los poderosos hacendados, el plano de los combatientes peruanos que cierran filas ante el ejército invasor. La demanda de nacionalidad peruana está asociada históricamente al reconocimiento de los derechos ciudadanos. Desde los montoneros de la campaña de la Breña hasta la proclama imaginada del cacique awajún Jum en Urakusa (Amazonas) que en los 1950, ante el castigo abusivo infligido por el ejército peruano que lo cuelga de lo alto de una Capirona, exige al aire, a nadie en realidad, el reconocimiento de su condición de ser humano y de peruano, “piruano, carajo…” .
Entonces, ¿no queda nada? El sentimiento gris, por el suicidio de un exjefe de Estado inmerso en la gigantesca trama de corrupción de Odebrecht y por los demás jefes de Estado, involucrados en procesos similares, no nos va a abandonar, me temo que estará presente en el proceso electoral de 2021, marcando nuestro Bicentenario.
Sin embargo, hay gestos que arrojan ilusión en el destino compartido. (Sí, “ilusión” es una palabra devaluada y “destino compartido” también, lo que da cuenta de nuestro retiro de los espacios públicos recluidos en nuestras redes sociales). Uno de esos “gestos”, por lo convocante, es la lucha de la fiscalía anticorrupción. Con sus enormes aciertos y algunos errores (el abuso en el uso de la prisión preventiva) han inspirado a muchísimos peruanos. Valores como integridad, coraje cívico son reconocibles en estos funcionarios públicos que se declararon en “desobediencia jerárquica”. En el pulseo con las fuerzas del fujimorismo y del aprismo desencadenaron apoyos multitudinarios de la ciudadanía. Los fiscales Vela y Pérez se han convertido en héroes mediáticos, sus imágenes se reproducen en redes, innumerables memes, Instagram y etc.
En definitiva, si se nos ha perdido algo en estas décadas perdidas, si Nación es una estatua insensible, donde se marchitan los arreglos florales y la caca de pájaros, entonces nos queda leer la invocación del poeta Vallejo: “salid”, “id a buscarla”.
(Foto: Andina)