‘A la orden, mi chamo’ es una frase coloquial venezolana que se estampó en miles de calzones amarillos que se vendieron por Año Nuevo. En medio de la prenda íntima, una mujer con tres palabras alusivas, ‘Soy tu veneca’ y corazoncitos. Además de kitch, la composición transpira xenofobia y machismo.  

La mujer extranjera suele ser objeto de fantasías sexuales porque es la foránea; ocupa en la libido el lugar de lo ‘exótico’ (como la mujer negra o la selvática en el escenario limeño), recubierta de atributos de potencia sexual.

Se calcula que a febrero de 2019, algo más de 700 mil venezolanos han llegado al Perú, migrantes forzados que huyen del expolio de la hiperinflación (1.600.000% en 2018, según cálculos de la Asamblea Nacional, a falta de cálculos oficiales) que ha consumido sus ahorros. Los signos del desastre se advertían en 2016, cuando la inflación anual cerró en 550%, según cifras del Banco Mundial y la economía venezolana se contrajo ese año en -12% (revista Semana), lo que equivale al escenario de una economía de guerra (en 2012, el PBI de una Grecia en colapso económico se contrajo en -6,4%). Entonces, Nicolás Maduro culpaba a los empresarios locales y a la oposición de la gravísima crisis, pues las sanciones norteamericanas se limitaban a los funcionarios y cabezas visibles del régimen. En agosto de 2017, el presidente Trump prohibía la compra de la deuda pública venezolana y de la deuda de la PDVSA a los inversores norteamericanos, agravando sensiblemente el escenario.

Ese mismo año, la inflación que alcanzó 2,616% y redujo el sueldo mínimo a lo írrito: US$2,20 mensuales, que se sumaban al bono ‘cestaticket’, que equivale a una dotación de alimentos por US$5,49 (ver José Koechlin: El éxodo venezolano: entre el exilio y la emigración, 2019). En Lima, ‘María’ mandó hace unos días S/145 a su familia en Venezuela, unos 142.100 bolívares soberanos. Para darse una idea del índice de precios, la caja de huevos (24 unidades) cuesta 15.000 bolívares, mientras que el sueldo mínimo, apenas 8.000. Con el salario de un mes se compran 12 huevos. O tal vez 13. En la vida de muchos venezolanos hay un punto de quiebre que los decide a partir. ‘Luisa’ es madre y llegó al Perú con su hijo. En Venezuela, el niño sufrió una severa infección a la piel, pero no encontraba el medicamente en las farmacias. Luego de unos días, un farmacéutico le hizo poner los pies en tierra ‘nunca va a llegar’. El mismo boticario le indicó una salida: ir a la veterinaria y buscar un medicamente similar ‘lo que le hace bien al perro le hace bien a tu niño’. Para ‘Luisa’ era una cuestión de tiempo antes de que el stock de las veterinarias fuera consumido por hombres y mujeres. Era el momento de migrar.

La migración de venezolanos al Perú y a otros países de la región se dispara. Con una marcada característica: migran casi tanto mujeres como hombres, lo que da cuenta de una ‘generización’ del fenómeno. A agosto de 2018, el 46,3% de los venezolanos que llegaron eran mujeres (Koechlin). Esas oleadas de migrantes se desplazan por el mapa, describen miles de kilómetros por la región sudamericana, en bus o a pie, atraviesan tierras inhóspitas, por países donde ser migrante es convertirse en el ser estigmatizado. A ‘María’ le tomó cuatro días y medio viajar de su natal Barinas a Lima. Su negocio, una papelería, había quebrado. Llegó al Perú con su marido. La entrada del ómnibus a la capital fue intimidante para el espíritu: jamás se imaginó que el Perú pudieran ser esos cerros pelados, sembrados de casitas miserables. Sí, el Perú también era eso, brechas sociales abismales. Llegó al departamento de una prima en San Miguel, que ofreció acogerlos por un tiempo. A ellos y a otros compatriotas, en total 20 personas que extendían sus colchones en la noche unos junto a otros y por las mañanas debían colocarlos contra la pared para poder circular por el inmueble. Ella y su marido lloraron de bronca, de fatiga y desarraigo.

‘Sandra’, entrevistada por Koechlin, trabajaba como enfermera en Venezuela y en el Perú había conseguido empleo en un chifa en San Juan de Miraflores. Ella denunció que el cocinero la acosaba y mandoneaba a voluntad y, finalmente, intentó violarla en el mismo local. ‘Sandra’ aprovechó el ingreso de un cliente para huir. No presentó ninguna queja ante las autoridades. Los migrantes no suelen quejarse, Koechlin ha recogido testimonios de decenas de venezolanos, mujeres y hombres que son estafados en sus centros laborales, se les deja de pagar 20 o 30 días, pero ellos solo se retiran, resignados casi. Con la impotencia de quien no pinta nada en tierra extraña.

‘María’ tuvo más suerte, encontró un trabajo como mesera en un restaurante de Miraflores. Jamás había trabajado de mesera, pero no le va mal, comenta. Ahora asume más responsabilidades en la empresa. ‘María’ sabe que casos como los de ‘Sandra’ no son excepcionales, ha conversado con compatriotas que con frecuencia sufren acoso laboral, una de ellas, que conoció en la combi ha dejado tres trabajos porque la asediaban, la mujer que es guapa, señala ‘María, ya ‘no sabe cómo vestirse’ para que la dejen en paz. Lo peor es que estas mujeres se culpan, los hombres se exceden porque ellas se visten así o porque ellas tienen los senos o el trasero exuberantes. Son ellas, pues, las que ‘atraen’ las miradas. Ellas las que provocan. Y entonces, para ‘protegerse’, razonan muchas, es bueno aparecer en el centro laboral con una pareja. Es lo que hace ‘María’ que llega con su esposo una vez por semana. Pero ella también ha adquirido seguridad y se siente respaldada en su trabajo. En una ocasión atendía la mesa de un comensal. Iba a tomarle la orden, ‘¿qué va a desear?’. El cliente canchero: ‘tu número de teléfono’. Ella lo paró en seco. El sujeto no volvió a asomar por el establecimiento.

La intervención del Ministerio de Trabajo y del Ministerio de la Mujer tienen chamba pendiente para identificar las situaciones de acoso en mujeres peruanas y venezolanas. Tarea que se hace todavía más difícil cuando la trabajadora ingresa al sector informal, realidad que afecta a tres de cada cuatro peruanos en edad de trabajar. Entre los migrantes venezolanos, la proporción es todavía mayor: en agosto de 2018, menos de 20.000 venezolanos tenían contratos ni gozaban de beneficios sociales, lo que representaba menos del 5% de la masa migrante de entonces. Así pues, la abrumadora mayoría de venezolanos se emplea en labores informales y eventuales, vendiendo arepas, golosinas en los buses y calles, y etc., cachueleos, lo que agrega precariedad a su precariedad: sometidos a la ‘voluntad’ del empleador y, adicionalmente, sin las redes sociales de apoyo habituales (parientes, guarderías municipales, vecinos).

Esa desprotección, ese no saber a dónde ir ni a quién acudir pueden significar la diferencia entre la vida y la muerte. Como en el caso de Hellen Hernández Zavaleta (20) y sus dos niños hallados muertos la madrugada del domingo 16 de diciembre de 2018. Fueron acuchillados en una vivienda, en el distrito de Independencia. Según las autoridades, los sospechosos son un presunto acosador y la expareja de la víctima. El primer sospechoso sería un hombre de la zona, que supuestamente la amenazaba y acosaba. ‘Había alguien que la amenazaba. Le decía que si se citaba con otra persona, iba a golpearla, era un peruano’, dijo Anahitis Zavaleta, madre de la joven.

Así pues, el calzón por Año Nuevo, el que pregona ‘A la orden, mi chamo’, además de explotar la figura exótica también revela un dato frecuente en las situaciones de abuso sexual: la vulnerabilidad de la víctima. La mujer migrante está sometida a carencias y presiones extremas. A esto se agrega el sentimiento de indefensión de quien no siente que la ley esté de su parte. Quien vive en otro país, de prestado. La prenda íntima deja una impronta, la del imaginario del varón que se representa a esas mujeres ‘dispuestas’ a aceptar cualquier propuesta, laboral o sexual. Por si acaso, esos calzones con ‘avisos’ no son los preferidos por las mujeres peruanas, que se decantan por el color entero, advierte una vendedora del Mercado Central. Comprensible. La vendedora explica: ‘Con nombres impresos en los calzones no salen mucho. Como ‘Yo soy Candy’, ‘A la orden, mi chamo’, ‘Estoy Chihuán’, entre otros’ (diario Satélipe.pe, 30/12/2018). Y señala que esos impresos ‘están distorsionando el ritual’ de Año Nuevo.

Precisando, la oferta de los calzones amarillos nace de una pulsión masculina: más que una prenda femenina de la buena suerte en Año Nuevo, la prenda habla de la propagación del ‘juego’ de desfogue masculino en esa festividad. Cuando los cohetones detonan con potencia y llenan los cielos de colores y mucho humo. Cuando esa pulsión se regodea y explora formas de realización. De pasar al acto.